Los barriletes entraron en mi vida en 1999, al borde de los 40 años. Nunca había volado uno de chica. Cuando quise ver de qué se trataba, el primer desafío fue adquirir uno, ya que no sabía ni dónde comprarlo. En mi ciudad, Bariloche, en Patagonia, Argentina, no había barriletes a la venta - esto fue mucho antes de las compras en línea y todo lo que podemos averiguar hoy en día por Internet. Así que le pregunté a una amiga cercana, y para mi sorpresa, me contestó: "Tengo uno, pero es un barrilete diamante maniobrable. Vas a tener que aprender a volarlo".
Me tomó un tiempo aprender. Vivo cerca de un espacio abierto donde iba con frecuencia, sintiéndome un poco expuesta - no había otras mujeres estrellando barriletes acrobáticos contra el suelo y enredando líneas, sólo jugadores de fútbol y personas paseando a sus perros. Pero cuando finalmente logré que el barrilete se elevara y volara bien, y hasta pude hacer unas piruetas, sentí alegría y me di cuenta que había descubierto algo importante para mí, y que quería saber más.
Mi primer barrilete fue, por supuesto, un diamante maniobrable, ya que tuve que devolver el original a mi amiga. Afortunadamente, sabía coser a máquina y de adolescente, había hecho un curso de corte y confección, lo que resultó muy útil.
Una revista con barriletes en la tapa, recibida por casualidad, me llevó a descubrir que había un club de barriletes en Buenos Aires, que se reunía todos los domingos por la mañana en el Paseo de la Costa, junto al Río de la Plata. Me llamaron tanto la atención las imágenes de pájaros, cajones y estrellas, que en cuanto pude, durante una visita a mi familia, los busqué y conocí a los miembros de BaToCo (Barriletes a Toda Costa), cuyo entusiasmo y bienvenida me hicieron sentir como en casa al instante.
Pero Buenos Aires está a 1600 km de Bariloche. Con fotocopias, libros, datos y sugerencias, regresé a casa y comencé a intentar hacer algunos de los barriletes de los libros "Kites for Everyone" (Margaret Greger) y "Kiteworks" (Maxwell Eden). Algunos salieron bien, otros menos, pero estaba muy decidida y no me desanimé demasiado. Al mismo tiempo, estaba aprendiendo (¡a fuerza de perder barriletes!) sobre los vientos acá en Patagonia, que son muy fuertes con regularidad. Es normal volar con vientos de 30 y 40 km/h, e incluso más, pero por la tarde, el viento suele caer y llegan las brisas suaves y los hermosos atardeceres. Ese es mi momento favorito del día para volar.
Alrededor de 2012, comencé a diseñar mis propios barriletes. He asistido a talleres de pintura y dibujo durante años con el fin de hacer barriletes visualmente interesantes, y mis profes de arte ya están acostumbrados a que lleve barriletes a clase en lugar de un lienzo o papel. He hecho principalmente barriletes estáticos, de una sola línea, curvados: tótems, pájaros, mariposas, pero también barriletes celulares y planos, con una superficie que puedo pintar con pintura acrílica. También utilizo técnicas de apliqué con tela ripstop, y sublimación, o recurro a materiales naturales, como el bambú, las cañas y el papel. Observo que mis barriletes pronto tendrán más aberturas que vela, en un intento de reducir la resistencia y volarlos en los vientos fuertes rompedores de barriletes mencionados anteriormente.
De 2000 a 2019, dicté talleres de barriletes para todas las edades en instituciones educativas y sociales, pero especialmente para niños y jóvenes en Grupo Encuentro, una ONG local, donde trabajé como docente de manualidades y arte. Con ellos, aprendí todo lo que sé sobre barriletes en el aula y el valor de los barriletes como herramienta cuando se trabaja con niños vulnerables. Me he jubilado como docente, pero encantada doy talleres cuando me invitan.
Me he orientado hacia barriletes que representan el mundo natural. Creo que comparto con muchas personas la preocupación (y muchas otras emociones ) por el futuro de nuestro planeta, ante el cambio climático y la destrucción de la naturaleza. Estoy creando barriletes que representan la biodiversidad y animales en peligro de extinción, escribiendo cuentos ecológicos infantiles para acompañarlos, con un mensaje que espero sea claro y esperanzador sobre las cosas que aún podemos hacer, aunque sean pequeñas y los problemas sean enormes. Tengo suerte de estar en contacto con grupos locales de ecología y biólogos, aprendiendo sobre los desafíos que enfrentamos juntos, sabiendo que no hay tiempo que perder y buscando cómo los artistas pueden aportar dentro de un movimiento creciente que busca detener el daño a la naturaleza y desarrollar maneras sustentables de vivir.
En 2020, mi proyecto fue seleccionado para una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes. Diseñé un mangangá, nuestro abejorro nativo en peligro de extinción. El mangangá es el abejorro más grande del mundo que solía ser un visitante frecuente en nuestros jardines. Hoy en día no se lo ve, debido a la introducción de una especie exótica en Chile.
También diseñé un cóndor andino para llamar la atención sobre las amenazas que enfrentan estas maravillosas aves, como los cebos envenenados dejados en los campos. Lograr que mi cóndor volara y diera la impresión de un cóndor real volando en lo alto fue un desafío.
Mi colección de barriletes por la biodiversidad sigue creciendo: ahora incluye, además de algunos cóndores y mangangás, varios martín pescadores de collar, mariposas, un bichito de San Antonio, un escudo de osos hormigueros, un buho tucúquere, flamencos y libélulas.
Através de los barriletes se abre otra vía de contacto con la naturaleza, con personas y conmigo misma. Un mal humor, un momento de ansiedad, una sensación de tristeza, pueden cambiar con un barrilete en el cielo, dando lugar a un estado más presente o consciente. Estemos donde estemos, en el campo, junto al lago o incluso en un parque urbano concurrido, con un sencillo barrilete de papel - no es necesario tener un barrilete muy elaborado o llamativo - nos relacionamos con el aire, el viento, el cielo y podemos sentirnos más parte de la naturaleza.
Los barriletes han sido un regalo de la Vida, por lo cual estoy muy agradecida y espero que descubras algo valioso en ellos también.
Kites came into my life in 1999, I had never flown one as a child. When I was drawn to giving kite-flying a try, the first question was where to even get hold of a kite. As far as I knew there were none for sale in Bariloche, my hometown in Patagonia, Argentina, and this was prior to online purchasing and everything we can find out on the Internet nowadays. So I asked a good friend, and to my surprise she said, “I’ve got one, but it’s a diamond stunt kite. You’ll have to learn how to fly it.”
It took me some time to get the hang of it. I live near a wide open space where I would go quite often, feeling rather embarrassed – there were no other women around crashing stunt kites and getting tangled in the line, just soccer players, and people taking their dog for a walk. But when it finally rose in the air and I managed to get it to fly high, I had a sudden feeling of elation. That’s where I decided I would like to know more.
My first kite was, of course, a diamond stunt kite, since I had to give the original back to my friend. Fortunately, I knew how to use a sewing machine, and as a teenager, had done a course in dressmaking, which came in very useful.
A magazine with kites on the cover, picked up by chance, led me to discover there was actually a kite club in Buenos Aires, meeting every Sunday morning by the Río de la Plata. I was so impressed by the images of birds, boxes and stars, that as soon as I could, on a visit to my family, I looked them up and met the friendly members of BaToCo (Barriletes a Toda Costa), whose enthusiasm and welcome made me feel at home at once.
But Buenos Aires is 1600 km away from Bariloche. Provided with photocopies, books, much know-how and suggestions, I returned home and began trying to make some of the kites in Kites for Everyone (Margaret Greger), and Kiteworks (Maxwell Eden). Some were successful, others less so, but I was quite determined.
At the same time I was learning (the hard way!) about the winds here in Patagonia, which are very strong on a regular basis. It is quite normal to fly in 30 and 40-km winds, and even higher, but in the evening, the wind usually falls, and there is a time for gentle breezes and gorgeous sunsets. That is my favourite time of the day to fly.
Around 2012, I started designing my own kites. Again, an ongoing learning process, trial and error, success and failure. I have been going to painting workshops for years, my teachers are quite used to me bringing kites to class, instead of a regular canvas. I have made mostly single-line bowed kites: totems, birds, butterflies, but also cellular kites, and flat ones, with a surface I can paint on using acrylic paint. Or else I’ll do apliqué using ripstop, or sublimate on synthetic materials. I also like using natural materials, like bamboo and paper. One thing I notice is my kites will soon have more vents than sail, in my endeavour to fly them in the aforementioned high winds!
From 2000 to 2019 I gave kite workshops for all ages, but especially for children and young people at risk at a local NGO, a day-care center where I worked as an arts and crafts teacher. With them, I learned all I know about kites in the classroom, and the value of kites as a tool when you work with children.
I have retired as a teacher (mostly!). Since then, I have moved towards kites that depict the natural world. Being fearful, worried and sad about the future of our planet, like so many people, I am busy working on kites that represent biodiversity and animals in danger of extinction, writing children’s stories to go with them, and making videos with, I hope, a clear and hopeful message about things we can do, even if they’re small and the problems are huge. I keep in touch with local ecology groups and biologists, learning about the challenges we face together, knowing there is no time to waste, and working out how artists can be of service, within a growing movement seeking to halt the damage and live sustainably.
In 2020, my project was selected for a grant by the National Arts Foundation. I designed a mangangá, our native bumblebee in danger of extinction. The mangangá is the largest bumblebee in the world, and used to be a frequent visitor to our gardens. It is nowhere to be seen nowadays because of the introduction of an exotic species in Chile. The mangangá could still make a comeback, say the biologists who study it, if the importation of colonies stopped. But it hasn’t - yet.
I also designed an Andean condor, to draw attention to the threats these wonderful birds face, like poisoned baits left in carcasses meant for pumas (also endangered in Patagonia). Getting my condor kite to soar and give the impression of a real, motionless condor high above, was a challenge.
My biodiversity kite collection keeps on growing: it now includes, besides some condors and bumblebees, a ladybird, several ringed kingfishers, butterflies, an anteater shield, a lesser horned owl, flamingos and dragonflies.
Kites keep me in touch with nature, with other people, and with myself. A bad mood, an anxious time, a feeling of sadness, can change with a kite in the sky, into another, happier or perhaps more mindful state, wherever I happen to be, in a field, by the lake, or even in a crowded city park. It could be a diamond, a square or a little hexagon, often it’s just a simple paper kite, all that is needed to take a moment in nature and look up at the sky, feel the wind, sense where you are.
Kites have been a gift from life in many ways. If you are a kiteflyer, we may share the same feeling about kites, and if you have never given this a try and are curious to explore, I hope you will discover something valuable in kites too.
Diana | November 2024.